No había sonido alguno, nada le develaba en donde estaba, la habitación ocultaba sus paredes en la oscuridad; lo único que sentía era el cálido parquet bajo sus pies.
Vagó errante por lo que le pareció tal vez una hora; el tiempo se escondía en aquel lugar. Dándose cuenta de ese hecho pensó que sería conveniente medir de alguna forma el tiempo transcurrido y comenzó a contar, cada paso que daba correspondía a un número, siempre tratando de mantener el ritmo. Primero en silencio, luego, atormentado por el mismo, comenzó a hacerlo en voz alta.
Los números pronto se hicieron murmullo, y en su cabeza, que nunca había sido muy amiga de la concentración, se volvieron una especie de nudo, cruzándose unos con otros, perdiendo toda coherencia, pero manteniendo su ritmo. Como arena arrastrada por el viento, los números fueron desapareciendo, y en su lugar comenzó a expandirse la negrura que rodeaba a su cuerpo, convirtiéndose ésta en miedo.
Encogió los hombros instintivamente, como creyendo de su cuello el lugar más amenazado. Detuvo su marcha y contuvo su aliento. El silencio se volvió siniestro. Se agachó casi sin saber que lo estaba haciendo y se petrificó, esperando escuchar algún sonido, ¡algo! algo que lo desasne, y que arrebate su temor, o haga de él un temor con fundamento.
Nada. No había nada. El miedo le impedía hablar, y el pensar que algún sonido podría atraer el mal, cualquiera fuera su forma, permaneció allí quieto.
Comenzó a sudar copiosamente, y su corazón se aceleró tanto que le dificultaba su respiración. La parálisis era total, y un frío terrible alcanzó sus huesos. El tiempo seguía sin mostrarse. La luz era completamente ajena; sus ojos, aunque permanecían abiertos le decían lo contrario y trataba de abrirlos aún más.
Y el frío que recorría sus venas llegó a su corazón, los temblores que se producían involuntariamente en su cuerpo cesaron, así como sus latidos.
En el piso de un gran salón, a tres metros de la pared, yacía el cuerpo, blanco todo hasta su pelo, presa del terror, muerto.