Miles de insectos tamizan el paso de la luz solar.
La quietud reina en la tardecita de primavera,
a excepción de esos bichitos que danzan en infinito ritual.
Las plantas del patio se yerguen frágiles pero impetuosas
y cada tanto ceden a la suave caricia del ocaso.
El trinar de los pájaros asiduos al pequeño bastión orgánico
en la ciudad cementicia se torna de un crisol salvaje
segundos antes de la muerte del día.
La tierna hierba primaveral desprendía un olor a frescura
que se acentuaba aún más con el candor de la oleofraga.
Horacio contemplaba aquel lienzo desde su silla de ratán,
recordando cuando solía cazar grillos con su hermano
en aquel mismo jardín tantos años atrás.
Su mirada se perdía entre jazmines y azaleas,
y revoloteaba también con los insectos
que ingrávidos ante él cruzaban.
El mundo lo consideraba austero, y ya todos
quienes lo conocían sabían de su afición por la naturaleza.
Se sentaba en el jardín a esperar, vestido ceremoniosamente
con sobretodo negro y sombrero afín,
y apoyaba sus cansadas manos en un bastón
que había pertenecido a su abuelo.
También llevaba en su bolsillo una pipa antigua
de igual procedencia que nunca usaba,
pero que reposaba en sus manos
cuando ellas no necesitaban del bastón.